El recuerdo de un gran arquitecto.
Un hombre que nos deja en su obra un trozo de su propia vida. Antonio era consciente que la arquitectura no podía ser la escusa de nuestras ambiciones, sino la copa donde damos a otros una verdad que hemos encontrado en el mundo. Por eso fue buen profesor y buen arquitecto. Con su trabajo nos deja paisajes nuevos en una ciudad antigua; imágenes que enseñan a ver el mundo a través de su mirada; jardines que reconstruyen el territorio y; una montaña desordenada de certezas y dudas con la que todo arquitecto vivimos.
Es un excelente arquitecto. Como pocos ha sabido captar con su obra, esa pequeña ráfaga de luz de lo que no se podía perder. Ha sabido hacerlo, además, evitando los tópicos y las malas maneras. Esta sabiduría de autenticidad, que lo da la experiencia pero que él lo arrastra desde la juventud, probablemente no la tenga tanto de sus maestros (que son muchos y muy buenos) como del sencillo y asombroso hecho de que él mismo es auténtico.
Pude estar con él en varios momentos de su enfermedad. Y como a todos los que le conocimos y tratamos, me ha entristecido su marcha. No porque la verdad sea triste, sino porque la tristeza es verdadera. La tristeza, cuando no es mera pose, es una parte fundamental del hombre, una forma de encontrarse éste frente al mundo. Es el órgano por el que captamos la realidad en cuanto decae, en cuanto se pierde para siempre. La de Antonio es una tristeza optimista, porque sabemos que, junto a la mirada que se detiene en el curso de la vida, está la mirada que asciende hacia el azul perenne de un cielo brillante.
Nos deja su arquitectura. Sus proyectos son siempre tranquilos, de inusual belleza, basados en el orden, la construcción y la claridad. Intercambia con exactitud el instante por el milímetro recuperando el valor del tiempo en su arquitectura. De este modo consigue hacer perdurable su obra. No se deforma con el transcurso de los años porque los trascendentales de la materia prima con la que trabaja son imperecederos. Consigue que las ideas de sus trabajos sean entrañablemente vividas, con la misma intensidad con que el mismo las concibió, un buen día en su estudio.
Toda su obra es reflexiva. Decir esto tiene sus riesgos, porque no quisiera dar a entender que es un arquitecto poco concreto. Su trabajo como arquitecto no es anecdotario sino que, por decirlo así, excava hondo. No pretende enseñar nada y sin embargo nos deja un modo personalísimo de enfrentarse a cada proyecto, con el convencimiento de que el valor de su trabajo no reside en el juicio popular sino, en el servicio que presta su obra desde la honradez y la belleza.
Las cubiertas, las murallas, las viviendas, los museos, son finalmente un mero pretexto para dar pie al hombre a enfrentarse con la verdad del mundo, a sentir el golpe de la propia carne contra el suelo de la realidad. Nos deja un trabajo bien hecho y perfectamente construido. Su arquitectura nos abre e ilumina lo escondido del mundo. Y en esa magia de revelar lo oculto se encuentra la alegría de la persona. Siempre emplea una geometría precisa, provoca unos detalles exquisitos y consigue espacios luminosos fruto de meditadas decisiones visuales. En cada proyecto siente el peso de las obligaciones que para los demás tiene como arquitecto. Se alimenta de lo cotidiano, de las costumbres sencillas del día a día. Detecta la realidad de las personas y lo traduce al lenguaje imperecedero de la arquitectura. Recuperando siempre el valor de lo ordinario en la arquitectura.
Que al final, por encima de las líneas y las letras, quede la alegría de su trato sencillo, su sonrisa sincera, y la sabiduría de su docencia que, ahora más que nunca, quedará en la nueva Escuela de Arquitectura de Granada. Su recuerdo tiene vocación de encarnarse en el alma de cada uno de nosotros, los arquitectos, para que al fin, como las verdades sencillas, sea de todos y se convierta en piedra y así cruce los siglos.